Autor: César Espí
Durante el verano pasado llegué a pensar que acabaría mis días sin ver un concierto realmente artístico. Uno de esos en los que, además de ver a músicos tocar instrumentos sobre un escenario, pudieras sumergirte en algún tipo de experiencia algo más ambiciosa, con elementos estéticos y líricos no necesariamente conectados con el rock que, de algún modo, también imprimieran alguna suerte de sensación comunal al espectador. Y no me refiero a grandes escenarios, ni a festivales, donde la atención se diluye a cada momento por la poca complicidad que hay con el artista o una circunstancia catódica, cuando no asfixiante. Realmente tuve la corazonada de que los días del art-rock habían llegado a su fin, dando paso a prácticas apáticas que recuerdan más al momento de bajar la basura en pijama que al del desarrollo de una inquietud sensitiva. Pues bien, mis días de desesperanza terminaron el jueves 1 de febrero tras ver en directo a Bosco en las Cigarreras de Alicante.
Bosco son un grupo de art-rock de manual. Puesta en escena cuidada, elucubraciones literarias, varios géneros musicales con los que coquetear (reagge, rock, pop, psicodelia), evocadores pasajes poéticos, un magnético frontman mezcla entre Baco y Jim Morrison y, una ambientación, que por sencilla, les hacía terriblemente persuasivos: yedras enredándose entre los pies de micro, iluminación convincente y ellos, vestidos como para merendar en Stonehenge.
Un show de Bosco trasciende a lo meramente musical, algo que los hace ideales para teatros y pequeñas salas en las que el contacto con el público sea inevitable. Seguramente, ya se nos ha olvidado que una banda, además de un conjunto de instrumentistas con o sin cantante (como describe la RAE) debe ser también una idea, una actitud o, incluso, un concepto con el que poder identificarse. Y cuanto menos se asemeje a esto, más se parecerá a unos/as tipos/as que tocan instrumentos mientras se miran los pies sobre un escenario; mereciéndose, sin paliativos, el infame apelativo de “conjunto musical”; premio Pulitzer de lo rancio en boca de los ayatolás de la indiferencia. Por tanto, un concierto no debería ser sólo música, ni tampoco un evento centrado en efectos sonoros cuadrafónicos y luminaria intergaláctica. Uno sabe que ha asistido a un verdadero concierto cuando lo que está viendo y escuchando le cautiva hasta la inspiración.
Durante los ´70 se empleó la expresión art-rock para diferenciar lo que era ir a ver a un grupo de música de aquellos otros que, además, la mezclaban con motivos escénicos, idiosincrásicos o ficciones con las que los escuchantes (que no oyentes) podían transportarse durante un par de horas a otro lugar gracias a la magia de la fantasía. En esto, Peter Gabriel, (Genesis) fue un auténtico fuera de serie, aunque serían Pink Floyd quienes, en 1980, llevaran al género a su cénit con los conciertos de The Wall; pero esta es otra historia.
El concierto comenzó puntual. Siendo la puntualidad otro de los grandes males de los músicos en general y una de las manifestaciones de respeto más grandes que se conocen (sólo empezar a la hora ya debería conllevar una enorme ovación) Poco a poco se fueron instalando definitivamente sobre el escenario los seis miembros de la formación, a excepción de la corista y trompa vestida de vestal, cuya presencia se limitó a un par de momentos durante la actuación; pocos a mi parecer. No tardó en crearse un profundo clímax, imbuido de la fuerte solemnidad que arrastraban los poemas de David Moretti, un intérprete hipnótico que, además, hace lo que quiere con la voz. Los temas más densos e idílicos de su primer disco: El Elixir Mágico/Una Nueva Hoguera, fueron saliendo uno tras otro entre la creciente densidad del ambiente, fuertemente cargado a causa de los profusos textos, cantados entre el inglés, el castellano, el italiano, el árabe y algún dialecto mejicano que, horas después, supe que era el huichol. Moretti interpretaba casi en penumbra, abrigado en el silencio de una sala llena de gente expectante y sentada en sus butacas, usando para ello una pequeña flauta pastoril, su propio libro de poemas o una preciosa Fender Telecaster baja que estuvo a punto de partir por en dos media hora más tarde en mitad de un baile. Cinco canciones después y en pleno encantamiento bucólico, aún tuvieron tiempo para una última pieza de fuerte dramatismo, en la que Moretti se paseó entre el público blandiendo un candelabro con tres velas encendidas (única luz en la sala durante aquel momento) recitándonos, personalmente, a cada uno de los que allí estábamos.
Una vez alcanzado el culmen de invocación pagana, la banda cambió radicalmente el semblante, mostrándose tan cercana que, a muchos de nosotros, nos costó salir del trance unos minutos. Sin embargo, y sin perder el pulso, Moretti, nos bajó a todos de nuevo a la tierra, concretamente a Murcia: “Somos de Murcia, la ciudad de los limones y estamos de cítricos hasta los cojones”. Dijo, dando así carpetazo a una primera parte sobrecogedora, llena de sinuosos pasajes poéticos, dramaturgia, mantos de delays y teclados vaporosos, de cuyo efecto sólo se podía salir con algo de poesía rural. Tal vez, el tema más desenfocado de esta primera parte fuera, precisamente, su nuevo single, Telar Sónico, que pese a contener todos los elementos que caracterizan a la banda, quedó algo desdibujado de intención como gancho entre tanta pasión iniciática. No obstante, Jesús Frictoria, se salió a las guitarras y al fliscorno; una exótica trompeta muy usada en jazz.
La segunda parte se abrió con el anterior sencillo, Children Of The Island, una pegadiza pieza de reagge psicodélico compuesta en Ibiza y que debió hacer las mieles de más de uno en los chiringuitos de la isla. En adelante, lo que había sobre el escenario era un grupo diferente; bromista, relajado y juguetón. Con los músicos centrados y sesudos; ni una nota de más ni una de menos. Gonzalo Navarro, el batería, mantuvo el pulso de un modo sensato, y tanto José Perelló (teclados) como Juande Maestre (bajo) estuvieron impecables en sus respectivos instrumentos. Para entonces era obvio que ya se habían ganado al público, quienes ya dejábamos las sillas a un lado para poder bailar sus canciones, terminando el concierto en una auténtica catarsis comunal; formando un círculo alrededor del cual bailamos como llevados por el espíritu de Pan en los bosques de Arcadia. Y esto es verídico. Mientras la banda despachaba la última canción, Moretti, ya mezclado entre nosotros, nos enseñó a bailar como Baco a sus bacantes…
En conclusión. Me divertí. Me divertí mucho… como hacía tiempo. Y es muy grato ver como existen bandas tan comprometidas con sus propias pasiones que son capaces de hacerte formar parte de ellas e incluso rememorar la curiosidad por clásicos como Dante Alighieri, William Blake o Rafael Alberti, en un contexto musical sensacionalmente bien descrito. Esta es una idea que me encantaría que muchos grupos aplicaran a sus respectivos niveles, porque tocar debiera ser un acto de trasformación y expresión diferente. Desde KISS y sus disfraces, a la actitud de los Sex Pistols o a la sencillez de JJ Cale; sin más truco que su propio magnetismo personal. Los tres son igualmente complejos; pero nadie hablaría de ellos si no se hubiesen atrevido a intentarlo.
Música y arte, pues. Un combo que espero poder seguir disfrutando más de ahora en adelante.
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