Alicante es una ciudad con un terrible déficit de civismo. Se nota en la suciedad de las calles, se nota cuando te montas en un autobús, cuando vas a comer a un restaurante… y, también, cuando vas al cine.
En realidad, la palabra exacta para definir a una gran parte de la población alicantina sería: Sin vergüenza. Así, separado, porque más que un insulto es una carencia basada en que cuando nada te provoca rubor, pierdes, también, el sentido del ridículo y con él el respeto por quienes te rodean.
Perdida esa perspectiva del sonrojo, hablar de pedagogía y educación sería irónico, ya que, por el camino, muchos de esos gritones sin rubor pierden, también, la capacidad de autocrítica y la posibilidad de discutir sin que el debate sea airado o acabe a palos. De hecho he visto más de una pelea nacida en algo tan simple como «enseñar» a que cuando una persona mayor entra en un tren hay que cederle el asiento, o en una disputa de patio a las once y media de la noche en la que la falta de empatía del «fester sereno» acaba con la paciencia del trabajador que se levanta a las 4,30h.
Así las cosas, el panorama está jodido. Porque con cabestros delante ¡a ver quien se pone a dar lecciones de civismo! La resignación es la vía generalizada, el problema es que tú también cumples con tus impuestos, tú también tienes tus convicciones y tú también pagas tus entradas.
Así que, de repente, llegas un sábado al cine, compras tu entrada, después de que cuatro listos se te cuelen asumiendo que eres gilipollas y cuando llegas a la Sala te encuentras el percal: una fila de adolescentes, dos señoras que se santiguan antes de sentarse y unas cuantas parejas que parece que hayan confundido la sala con el McAuto.
De la comida, no voy a decir nada, porque la venden en el propio cine y somos tan gilipollas que, aunque vayamos a las 19.00 a ver una peli, hay gente que se compra dos kilos de nachos, una caja extragrande de palomitas y Coca-Cola para un regimiento. Lo que no entiendo tanto es que nadie les haya enseñado a que la butaca no es su sofá y que al resto de los presentes no somos jueces de los concursos «a ver quien hace más ruido masticando» o «a ver quien es capaz de hacer más ruido arrugando el cartón de las palomitas», por no hablar de los 10 eructos derivados de la litrada de refresco… ahhh, y ya que estamos, los cubos grandes de la salida son para que tiréis los restos.
Pasemos a los adolescentes… antes de que empezara la peli se les veía venir. Se me ha olvidado decirlo, pero hay varios registros de lenguaje, igual que hay diferentes tonos. Así, uno no debe hablar en la sala de espera del médico o en el cine como si estuviera en el patio de su casa gritando sandeces, que no le interesan a nadie, a su vecina de enfrente. Pero bueno, hasta que empieza la película, me aguanto, pero después… ahí siguen de cháchara… y ante los «shhhhhs» generalizados, la más descarada grita aún más, para berrear: «como me vuelvas a chistar te mato». ¡Olé olé el macarrismo bizantino! y menos mal que al señor de dos metros que «chistaba» no le dio por entrar al trapo en la guerra, porque sino, nos hubiéramos quedado sin peli.
Asumida la estupidez derivada de las hormonas con patas mal educadas, llegó el turno de las «voces en off». Qué hay un chiste: se comenta hasta tres escenas después. Qué hay una trama por resolver, se opina en voz de mitin político lo que tú crees que va a pasar. Y así, toda la película, hablando si como lo que ellos tienen que decir fuera más importante que el argumento de la peli. Creo recordar que el déficit de atención se trataba en otros lugares…
Del problema urinario derivado de la ingesta de Coca-Cola que te hace ir dos veces (en hora y media al baño) con el consiguiente «¿Qué ha pasado?» de la vuelta, mejor ni hablar… Y para acabar con el decálogo de mala educación en un cine: el móvil… menos mal que al principio de la película te dicen que lo apagues… Pero nada, a tragar, también, con la vibración, el tecleo y las lucecitas.
Total, que más que relajado, acabé con ganas de apuntarme a una clase de boxeo sin saco… La peli, Mientras dure la guerra, estuvo bien, pero bueno, ahora entiendo la cantidad de subscripciones a Netflix y HBO que hay últimamente. Una lástima que no crezcan también los abonos a las clases de civismo y la educación para pensar en algo más que en tu puto ombligo. Y a los prescriptores de las pelis, decirles que aparte de recomendar la edad pertinente para verlas, deberían empezar por algo tan simple como «Recomendada para gente que quiere ver la peli». Y si recuperaran a los acomodadores y sus linternas amenazantes ya… ir al cine hasta sería una opción.
Aina dice
Veo que has salido muy quemado de la sesión de cine. Te entiendo perfectamente, mi pareja y yo solemos sentarnos en los laterales, ahí no se suele sentar mucha gente y se puede ver la peli con más paz.
Ojala aun existiera la figura del acomodador, mantenía a los parlanchines firmes.