- Crónica de Nando Arroyo
- Fotos: María Cortes
- Obra: Federico, función sin título
- Compañía: l´Ultim Toc
- Lugar: Teatre Arniches
- Fecha: 3 de mayo
“¡Yo soy Federico García Lorca!” Y es, entonces, el oscuro un estruendo. Y luego, el actor reaparece y saluda al público con suspiros hasta en los ojos, intentando recobrar a Joanmi después de un viaje encarnizado por el alma del poeta.
Un tiempo antes de su muerte, Lorca escribió el inacabado texto de “Comedia sin título”, acto teatral en clave de revolución donde la gente de la calle invade el espacio violentamente para reivindicar producciones más sociales, de menos entretenimiento simple y más conciencia. Esta dramaturgia de L’Ultim Toc homenajea, aunque sólo en el nombre, a tal obra. Pero, esta vez, la revolución es biográfica: una especie de retorno fantasmal en el que el escritor nos hace testimonios de su vida literaria y personal a lema de “ya que no me disteis una tumba, prestadme un escenario para contarlo todo”.
Entrando ya en detalles de la vivencia, destaca en la función (sin título) una neblina de humo que acapara escenario y asientos previamente a que salgan los personajes, así como una hilera de zapatos amontonados en primera línea de visión (durante toda la obra). La guerra es un tema central no sólo por lo que fue sino, también, por su extensión en el mundo hasta nuestros días. Se pretende que la memoria actúe como un instrumento de cambio o, por lo menos, de conciencia.
Resumiendo el personaje de Lorca, él aquí cuenta, como ya dije, su vida. Pero muerto. Con orgullo de estrofas y su gracia andaluza inherente. Y no está solo. Lo acompaña en todo momento Margarita Xirgu, amiga y actriz que, en ocasiones, se adueña de su voz convirtiéndose en un segundo Lorca. Y con esta proyección dual, la función (sin título) transcurre por una sucesión de idilios arrebatados que nos sirve para conocer al genio tanto en personalidad como en poesía (pareciendo en él la misma cosa). Amores como el de Salvador Dalí, Antonio Torres Heredia o, con especial atracción, Rafael Rodríguez Rapún (las tres erres) tuvieron, entre otros, mucho impacto en el proceder de sus versos. Al igual que el viaje a América, donde la frialdad de Nueva York, entendida como una victoria del asfalto sobre la naturaleza, promueve en el artista la reivindicación de lo autóctono (su muy amada tierra andaluza).
Entre los múltiples detalles que se pudieran resaltar en una crítica, o crónica, sobre el trabajo de la compañía, subrayemos la capacidad de resurrección lorquiana que tiene el espectáculo: su sensibilidad de palabra, gesto y acento en la más pura viveza; el espíritu trágico albergando con un humor comedido… El espectador acaba creyendo que está viendo a Lorca o, por lo menos, al modelo conceptual que nos han dado los libros.
¡Y qué chocante esa condición de muerto que asume el personaje en la escena!, por el que se asoma cierto ambiente de ultratumba. El protagonista declama bajo la imagen de un disparo ensangrentado en el pecho creando, en cierto modo, sutiles sensaciones parecidas a las de un relato de Poe. Es aquí el escenario una plataforma de lo atemporal donde se refleja el rasgo eterno de la literatura. A plena efusión. La obra aparenta surgir como un último esfuerzo en el deseo de que reviva una persona. Nos sugiere un aliento desesperado, una embestida de buey en la tumba de Lorca pidiéndole que vuelva. Y las últimas palabras lo consiguen. Y suenan como un alarido insomne, un campanazo en el tímpano de la historia, un espasmo en el cadáver del poeta, un zarandeo final por las vísceras del teatro que saca las lágrimas al público de un puñetazo en los ojos con la voz.
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