Hace un tiempo, no demasiado, salía de compras. Las rebajas significaban algo porque tenía un sobrante, o unos ahorros que me podía permitir el lujo de gastar.
Con el tiempo, tuve que dejar de CONSUMIR, porque había otras prioridades como VIVIR. Mientras mi sueldo apenas subía un 1% al año, mis gastos crecían, y crecían, y crecían más. La inflación, decían, el PIB, el redondeo, la guerra, el IVA… la excusa tenía nombres diferentes, pero el resumen era el mismo, yo era un poco más pobre cada mes. Porque mi contrato se revisaba cada mes. Hoy me iba al paro, mañana volvía sin antigüedad acumulaba, luego me dejaron de pagar las vacaciones, las horas extra pasaron a llamarse readaptación del horario y me cambiaron librar sábados y domingos, por un martes hoy, un jueves la semana que viene, un viernes (con un poco de suerte)…
El problema real es que mientras yo sufría todas esas pequeñas injusticias, el número de personas que estaban (todavía) peor que yo en mi entorno crecía. Sin quererlo, me vi envuelta en una especie de competición por la supervivencia. El pelo se me caía por estrés, retrasé lo de ser madre, lo de tener vida, lo de trabajar para vivir… y no me preguntes porqué, currar era lo primero. No en mi escala de necesidades, sino en mi gradilla de miedos e inquietudes.
El mes se fue haciendo cada vez más largo. Tener dinero en el banco era una utopía, porque cada vez que juntaba algo, me lo robaban en comisiones. Llegó la pandemia y peté. No me rompí una pierna, ni me torcí la muñeca, se me fastidiaron los cables de la cabeza, porque asumir que mi vida se había convertido en un vaivén de incertidumbres fue mermándome hasta el big bang del encierro obligado.
Fue entonces cuando ese que hoy dice que «son ellos los que generan la riqueza» me despidió. Y descubrí que el poder de hoy consistía en explotar hasta la extenuación a gente como yo, hasta ponerle en la encrucijada de la supervivencia dando por normal cosas que no lo son.
Volví a casa de mi madre, a tratar de vivir de su pensión y mi paro, mientras intentaba reinventarme estudiando y pagando un psicólogo que no me podía permitir, porque en la Seguridad encontrar uno libre es una utopía.
Hoy te escribo porque me siento reflejada en cada pausa de la actualidad. Triste por no haber sabido reaccionar a tiempo. Por no haberme revelado. Por no haber buscado en esos que estaban peor y los que no sabían que acabarían como yo, la unidad para desmitificar a esos hijos de puta que se enriquecen a costa de nuestro sufrimiento ¿para qué? ¿para entrar en la lista de Forbes? .
La rentabilidad no está reñida con la ética. Y en un mundo elitista, como este, acabaremos siendo esclavos de nuestros deseos, haciendo el trabajo sucio de los que se enriquecen, peleando por las migajas, en lugar de por nuestra dignidad. Ese amor propio que hemos perdido y cuya ausencia es más común que cualquier cosa que quieras tildar de éxito en esta sociedad sin memoria.
Resignarse, como hice yo, es el paso previo al hambre. Y eso es algo que alguien con 40 años, sin ahorros, ni propiedades, no debería permitirse. No porque sea una víctima del sistema que hemos ayudado a construir, sino porque en este estado, hoy, no tengo NADA QUE PERDER y en la clase de historia decían que ese, y el hambre, fueron los detonantes de las grandes revoluciones.
Habría que plantearse porqué hoy estamos todos tan parados, y tan callados, pagando la leche, el aceite o el pan un 30% más caro que hace un año, saltando entre contratos basura, sin vacaciones, sin lujos, sin casas dignas y sin futuro. O más bien, acojonadas de miedo cuando pensamos en el mañana.
Si tienes la respuesta me la dices, porque mi tío, despedido con 59 años hace un mes, aún no sabe como no se monta la de Dioses cristo. Porque por razones para quemarlo todo, no será…
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