Sé que esto no es un diario deportivo, pero acaba de terminar una de las mejores finales de la historia de los mundiales. Argentina no es mi país predilecto, pero hoy, como no he tenido mejor compañía, he vivido el partido navegando entre radios del país del mate y el dulce de leche y, hasta hoy, de Maradona.
Donde la gente ha visto fútbol, yo he visto miedos y glorias separados por un gol, el hambre que se olvida por noventa minutos, o unos 200 hoy. La pasión hecha locución. Una pierna milagrosa, como la de Casillas hace 12 años… y todo aderezado con Calamaro, con Gardel, frases de Pizarnik, Borges, Ocampo o Cortazar en mitad de la tensión y mucha, demasiada, superstición.
Llorar, incluso cuando ganas, hace entrever que la mayoría de realidades puestas, hoy, al servicio de una camiseta, tienen recuerdos de potreros, tanganas, frustraciones, caceroladas, hambre, referentes que se fueron al otro mundo y hoy estarían disfrutando. Cultura, recuerdos, chovinismo y fiesta, en lo que los medios de aquí sintetizan como la victoria de Messi.
Hay cosas que no tienen que ver con el fútbol. Por eso, a miles de kilómetros, se me ha ocurrido celebrar que las redes, los vecinos, la emigración y una pelota, hacen del mundo un sitio más agradable, incluso cuando uno se limita a ser espectador, a disfrutar del espectáculo, a empatizar, a aplaudir y a recordar que a pesar de todas las cosas malas que me pasaron con bonaerenses, hoy he vuelto a escuchar a Spinetta, a Ataque 77, a Sumo, a Pappo y a los Abuelos de la nada, imaginando el olor del asado que me comí en Palermo, imaginando que el fútbol volvió a parar los barrios, resucitó a Maradona y dejó la épica en la última narración de Víctor Hugo Morales, enlazando 3 momentos duros de un país, escondidos tras una abrazo que no consiguen ni políticos, ni diplomáticos, ni nadie más.
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