Los tiempos cambian y nos vamos haciendo viejos, o como decía mi abuelo, vamos acumulando experiencia (y experiencias) y perdiendo gran parte del tiempo de asueto, que antes desperdiciábamos durmiendo, entre mudanzas, crianza de niñas, cuadrar cuentas y esas cosas de mayores.
Si algo bueno tiene esta vorágine es que uno se da cuenta de que la vida no trata de acumular cosas, sino de saber elegir. Sin don de la ubicuidad, ni tiempo, el espacio de ocio se reduce. La suerte es que en Alicante hay más cosas que en ningún lado, y noches como la del viernes, abren un abanico con opciones como Miguel Ríos, Estrella Morente, Lole Montoya, una sesión de cine musicado al aire libre, o jazz.
Mi noche se la dedico a quien me da la gana, y entre todo eso, opté por Luis Alberto (L.A) Segura. Porque ni tengo el cuerpo flamenco, ni acumulo nostalgia. De hecho, muchas veces primo el descanso por encima de la diversión, pero el viernes me apetecía desconectar. Y eso es más fácil si te subes a un castillo, como el de Santa Bárbara, te alejas de estruendos, tráfico, estrés… y te dejas llevar por un viejo vaquero mallorquín, con nombre castizo y con sombrero de Cocodrilo Dundee.
Por lo visto, él también ha cambiado sus hábitos. bailando en la fina línea que separa el ansia por perfercionarlo todo y el hecho de no tener tiempo que perder en milimetrar tanto lo que suena mejor en el libre albedrío de lo irrepetible.
En estos tiempos de acontecimientos efímeros, muy poca gente se fija en los pequeños detalles. Hay menos miedo a fallar, porque las redes están llenas de hecatombes, golpes, caídas y hostias de las que mañana nadie se acordará. Y eso, si lo sabes gestionar, es un don para los cuadriculados que siempre perdimos más tiempo del debido en encontrar la palabra, la nota o el gesto perfecto para cada momento.
Además, venimos de una pandemia, que frenó ese ímpetu de acumular festivales, cambiándolo por conciertos de chichinabo, a través del móvil, el Twich y cosas en las que no imperan: ni la calidad del sonido, ni el mensaje, ni pasarte horas eligiendo coronas para ser la princesa más guapa de la fiesta.
He ahí el valor de mirar al técnico, de aplaudir la decoración, o de apreciar el contexto en el que las canciones adquieren otro significado, parecido al de la pre-pandemia, pero vista desde un asiento de plástico en el que, como no tienes que dar la nota, ni bailar, te limitas a escuchar.
Con un ipad como apuntador, una guitarra eléctrica y un amplio espectro de matices escondidos en lo que los críticos llaman evolución, Luis Albert fue más un contador de historias que un cantante al uso. A mí siempre me pareció un ser esponja capaz de mimetizarse con Springsteen, Sting o Vedder. Un camaleón introvertido que se expresa a través de la música, explotando a la perfección sus recursos, sin estridencias, pero con ese don de cuadrar las cosas inverosímiles, que solo tienen los buenos artistas.
Verlo en tantos festivales, me había hecho olvidar el vuelco de pelota que supuso escuchar por primera vez aquel «Heavenly Hell» en 2009. El puto movimiento indie y la saturación de los festivales se cargaron una parte importante de la esencia de él, de Bigott, de Neuman… y excluyeron a Moby Dick, Tuya ó Rick Treffers, entre «lalalás», cervezas y «lololós».
Pero el Live the roof hace magia. Te hace viajar en el tiempo. Y te concede lujos como escuchar desnudos hits como «Crystal Clear», «Outsider» o los manidos «Stop The Clocks» o «Hands», fluyendo entre temas nuevos del «Evergreen Oak» y canciones que nos perdimos en esta cocina fast-music que ha acabado con los putos matices, que son los que le daban a la música el tempo, la virtud y esas cosas que se han perdido en el consumismo sin repeticiones del Spotify.
Ya en casa, rebuscando entre las cajas de la mudanza, encontré el «Heavenly Hell» firmado que suena mientras termino esta crónica.
Hay un pequeño gran matiz entre la nostalgia y un buen recuerdo. Ambas perduran en el tiempo, pero el segundo se va reescribiendo cada vez que vuelve a tu memoria, como el «Microphones and medicines», que dejó de sonar cuando otros recuerdos y canciones solaparon una parte de la esencia primigenia de la evolución que maravilla a los críticos. A veces, convendría más pararse en un momento concreto y disfrutrarlo hasta el punto de que tres días después sigas ensimismado recordando tragos de cerveza, anécdotas con Leticia Sabater, el hecho de ver como se hace de noche en lo alto de un castillo, o como un desahogo de apenas dos horas, sirve para darte aire cuando la rutina vuelve a acosarte.
He ahí la importancia de elegir bien, como hice yo el pasado viernes…
La siguiente estación, para en Enric Montefusco, líder de Standstill, el viernes en Las Cigarreras. Y los otros 3 capítulos del Live The Roof 2021, los podéis leer AQUÍ
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