¿En qué te fijas ahora cuándo conoces a alguien? Sin muecas, hemos reaprendido el arte de leer miradas, interpretar gestos, incluso algunos le han quitado las telarañas a su imaginación en desuso y han ideado nuevas formas de comunicación.
Choquemos el codo, o digámonos «hola» en el idioma universal de los signos. En apenas dos meses nos hemos adaptado a la mal llamada «nueva normalidad». Más que en España, parece que estemos en Tokio con tanta mascarilla ocultando muecas, colas en todos los comercios, horarios poco mediterráneos, un verano sin turistas y, quizá, lo que más nos ha costado, que no es otra cosa que evitar el contacto.
Todo parece milimetrado. Nos hemos vuelto educados, de repente, ha emergido el civismo que muchos reclamábamos. En muchos aspectos, podría decirse que hemos mejorado como sociedad, a pesar de todos los miedos, los ERTES, los políticos mediocres, los muertos enterrados, las bajadas de persianas y las quejas que nos hemos comido en la soledad de un encierro que la mayoría ha aprovechado para hacer una reflexión profunda, que la vorágine del día a día no te hubiera permitido.
Tenemos menos prisa, o más paciencia. Como dijo la niña de A-Punt, «la mascarilla molesta, pero peor es morirse». Mucho que aprender tenemos de los que han cambiado el miedo infundado de sus padres, por la reinvención de las rutinas y los juegos. Habría que quedarse con esa seguridad inconsciente de las criaturas que da no tener nostalgia, ni miedo a imaginar un futuro en el que más que temer a las pandemias, hay que pelearse contra los virus. Y ganarlos, como antes ganaste a las gripes y los resfriados.
Vengo de un concierto sentado, seguido de una cerveza a dos metros, en una mesa que antes acumulaba mugre y ahora parece pedir descanso de bayetas y desinfectantes. Los camareros sonríen, porque sin guiris todo es más calmado y han vuelto a entender que es bueno cuidar al cliente habitual.
La cena la hacemos nosotros, que para éso nos pasamos el confinamiento cocinando hasta el pan. El Cubata por Zoom, los paseos con reflexión, como cuando recitábamos de memorieta la lección andando de un lado al otro de la habitación.
Seguro que hasta has redefinido conceptos como libertad, paz, descanso… y te has leído en tu cuadrado de dos metros de playa, los libros que empezaste cuando la reclusión te cansó de series, Whatsapps, memes, twitter, facebook y todo eso que no tiene sentido si no lo puedes tocar.
Yo me divierto más, pero de otra manera. Imagino las preguntas que me haría mi hija si pudiera hablar. Trato de recordar cómo era eso de los conciertos sudando y rozando codos en un ritual que poco tiene que ver con lo que ahora entendemos por contacto.
Todo ha cambiado, pero sigo echando de menos tocarte, que sonrías cuando te digo algo gracioso, que un cacho de tela no oculte mi rubor o mi bostezo.
Empiezo a pensar que ni la vacuna ni el 5G son peores que ésto. Pero no sé porqué, ahora tengo tiempo para leer, para pararme a pensar y darme cuenta de que, siglas al margen, nos gobiernan unos ceporros, que deberíamos aplaudir a los profesores, a los músicos, a los comerciantes que siguen abriendo la persiana y a los que la cerraron… a las ocho, como a los sanitarios, o mientras pasas la siguiente hoja del libro.
Echo de menos las pinchadas del Jendrix. Bailar. Verte en el Söda, ir al Euterpe, que me agobies, que me abraces, que me toques. Pero a la vez, añorar lo que no tengo, me hace más fuerte y más paciente. Me alegra ver a quien hace tiempo que no veo, que me incluyan en uno de esos grupos selectos de diez. Haber cambiado los largos festivales, por esos monográficos más acorde con la edad que tengo y, también, pisar calles más limpias, ver como le cedes tu espacio a esa embarazada que no se puede mover, o me dejas un espacio para que pase con el carricoche.
Hoy te abrazo aunque no te toque. Te beso en la intención. Y brindo contigo aunque nuestras copas no se vayan a chocar. Porque como bien escribió Blas de Otero: nos queda la palabra (y mucho más).
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