Hay dos maneras de enfocar un cambio: hundirte en la miseria de la nostalgia negativa, o afrontar lo que está por venir con una dosis de positivismo.
«La nueva normalidad» ha cambiado muchos aspectos de nuestras vidas, pero también ha sacado a relucir las capacidades camaleónicas de la sociedad. Aunque muchas veces reneguemos de nuestra condición de animales, mantenemos un cierto instinto para adaptarnos al medio. El fondo es el mismo, pero ahora lo vivimos a una distancia prudencial, con mascarilla y frotándonos las manos cada cinco minutos.
Pasa cuando vas a la playa, a hacer la compra… y claro, también ocurre cuando sales a divertirte.
El miedo al Covid-19 ha reducido de manera ostensible las noches de diversión de la parte responsable de la población. Todo está más medido y, a muchos, les ha demostrado las bondades de la previsión. Si no estás avispado, te quedas sin entradas. Porque hay menos variedad de eventos, pero puede decirse que están más meditados, por lo que en la mayoría de los casos, son mejores.
Y con las cosas así, ayer fui a mi primer mini-festival del «verano pandémico». Había estado en presentaciones de libros, conciertos sueltos, alguna charla… pero mi cuerpo pedía algo más. Respirar (con mascarilla) el punto de cocción distinto que tiene poder ver a varias bandas tocar, una detrás de otra. Bueno, con lo de las medidas de sanidad, el intervalo entre bolos se alarga, por razones obvias, pero para éso estaba La Hiena, llenando el vacío con hits atemporales.
Llegué a las 19.15h. Con la apertura de puertas. Para no colapsar la entrada. Casa Mediterráneo estaba engalanada con grandes banderolas del ciclo OH LA CULTURA!. Busqué mi asiento: Fila E, número 23. Y me pedí una cerveza en la barra que la buena gente del Söda había montado en la parte de atrás del rectángulo.
Hay gente que ya no ves tan habitualmente, así que cuesta poco llenar los 40 minutos de espera con conversaciones y vivencias de esta cuarta fase soleada.
Ya sentados, Mestís abrió el espectáculo. A Claudio H siempre lo había visto en un formato íntimo, normalmente sólo (o con Esther Díaz) y desenchufado. Vestido con la trompeta de Porcel o la «percu» de Juanlu Mas, el bajo de Francisco Severino o el Saxo de Benjamín Marpegán todo suena mejor. El miedo escénico se notó poco y con temas como «regalo del universo» transportó a mi mente sentada a paisajes jazzeros de otra época en Donosti o Biarritz. Música chill de media tarde y un aire mestizo para despedir al sol, relajados y con buena onda. Como en un chiringuito de playa con glamour.
Sin cola para la segunda cerveza, porque a pesar de lo que digan los telediarios, los «culturetas» somos responsables. Mi mente iba fotografiando detalles de estos tiempos como la minuciosidad de las acomodadoras, despejando los pasillos, recordando que tras los sorbos, había que recolocarse la mascarilla y limpiarse las manos.
Mauri amenizaba el cambio de escenario con música ochentera. Guitarras aptas para todos los públicos y un inevitable ansia de mover la pierna antes del segundo espectáculo de la noche.
Vera Green on air…
Cuando uno ve muchas veces a una banda tiende a cansarse, a no ser que la banda sea muy buena y te regale detalles que hagan que la repetición merezca la pena. Esta vez, un Korg y alguna canción nueva de inspiración pandémica sobre la familia que se elige.
Obviamente, con esos argumentos, el club de fan´s sigue in crescento. Con la banda completa, los aires afrancesados dejan paso a la intensidad. Algo así como el festival que este verano no van a palpar. Una chica, incluso, comparó a Vero con Zahara… la cuestión es que el pop tiene matices que no todos los oídos distinguen igual. El castellano empieza a ser predominante. La ley del espejo, refleja grandes virtudes, pero también versos de Borges y una cotidianedad que conecta a la perfección con lo que a ti y a mi nos pasa por la cabeza.
Más que un blablablá, una buena sensación que es mejor digerir callado, o escuchando, que para éso se montan los conciertos.
En la nueva pausa, empezaron a notarse los efectos de las cervezas acumuladas. Hay ansia de desmadre, pero, por suerte, tenemos un botón de pause para no extralimitarnos. Y sino, ahí siguen las acommodadoras y las señoritas de la limpieza para atemperar los ánimos.
Cosa complicada si el fin de fiesta viene de la mano de Billy Mandanga. Un sabio decía que «para escribir sobre la alegría hay que conocer la pena de primera mano». Y en estos tiempos, conviene acumular catalizadores de lo negativo y dejarse llevar por las cosas que te dan vida, y luz.
Así que los 45 minutos de vida que insuflaron Serrano, Estévez, Olivo, Mendes y Carabante, lo agradecimos levantándonos y bailando todo lo que los encierros forzados no nos han dejado bailar. A veces, es una terapia necesaria. Conviene aparcar disimuladamente las tensiones y dejarse llevar por la cumbia, el ska y el rock de las guitarras eléctricas que no pueden enchufarse en los chiringuitos y en los bares donde, habitualmente, toca el amigo mandango.
Y así, con una sonrisa, pusimos punto final a la segunda fiesta del Oh la Cultura alicantino. Es hora de ser positivos y dejar crear, para que de la crisis salgan nuevas luces. A pesar de las contadas excepciones estamos demostrando ser una sociedad responsable y cabal.
La noche de ayer demostró lo que es Alicante: una ciudad con muchos talentos por descubrir. Somos mediterráneos, con todos los pros y los contras que eso tiene, pero cuando queremos, sabemos hacer las cosas bien. Sólamente tenemos que arrimar el hombro para esfumar la negatividad y ver si gente como el IVC se sigue mojando por que las fiestas del futuro tengan el mismo color que brilló ayer en Casa Mediterráneo.
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Muchas gracias por tu post. Saludos.